28 julio 2009




En la familiar cena de Nochevieja, no sé por qué se me ocurrió hablar de los motes que nos poníamos en el instituto. Curiosamente a nadie le interesó mi tema, que a mí me parece muy divertido y ameno. Así que sólo pude recordar dos gloriosos motes y luego... callé para siempre, rápidamente todos cambiaron de conversación. Me he quedado con las ganas de rememorar pretéritos y que el resto me contase sus motes conocidos, mas ya se sabe: ¡en familia: siempre contención! Las buenas e insulsas pretendidas buenas maneras. Qiá!

Pero ahora, frente a la pantalla en blanco del ordenador nadie me censura. Yo rememoro, yo escribo, yo me expreso, yo soy, yo opino, y es un yo que se carga como una pistola de agua del demonio. Un demonio simpático, sonriente, inocente.

Mi clase de instituto tenía un racimo estupendo de motes geniales: Quasimodo, El Carapolla, El Caracaballo, Snorkel, Juan Cerdas, La Ramera o La Vaca, El Spedu, La Juanicerda (que era fea como un garbanzo reseco), Angeloso, Joaclint, El Negro (ése era yo) o Satán: nuestro querido compañero que era pirómano y luego bombero: primero quemaba cosas, luego vaciaba el primer extintor que pillaba sobre las llamas. Esto lo llegó a hacer en el mismo despacho de profesores, ¡la que se lió! Pero lo mejor de Satán era la cara de cínico santurrón, de los que no ha roto un plato nunca, que ponía cuando le pillaban con las manos en la ígnea masa. Una mirada de candor e inocencia ante las regañinas docentes que el resto de compañeros nos quedábamos completamente admirados, ja, qué divina indolencia, el Satán...

Los motes de la universdad fueron menos. Yo pasé a tener dos: “Prince” para algunos, “El Pirata” para otros (aquéllos que me vieron con un enorme aro de corsario colgando del lóbulo de la oreja). En nuestro círculo de amiguetes eramos puntillosos en el ejercicio de rebautizar a la gente con distintos motes. Teníamos a La Meños, Dios, Antonio-Charco-De-Sangre, El Importante, El Comunista, Safo, El Incomprendido, El Flecha o La Verduritas...

Quizá los más gloriosos motes que hubo y habrá fueron los del barrio. El Sinovas y yo nos tirábamos horas urdiendo las metáforas y motes que mejor explicaban los defectos del vecindario. Teníamos apodos hasta para familias enteras. Los Philis, Los Escarabajos, Los Risis (todos eran clavaditos al logo de la homónima bolsa de patatas fritas de matutano), El Orto y la familia del Orto, o sea: el Orto, el Orto padre, la Orto madre, la hermana Orto y la abuela Orto que fue atropellada y finada por un autobús interurbano...

Entre nuestros clásicos del barrio, había ejemplos enciclopédicos. El Comedor de Cal (uno de nuestra edad que no salía a la calle y estábamos convencidos de que se pasaba el día entero pegado a la pared, alimentándose como una lombriz de la cal de las paredes). El Araña, que era precisamente el padre de El Comedor de Cal y del Javicristo.

El Araña, era un tipo asombroso, un tipo muy susceptible de ser observado con celo de entomólogo. El hombre siempre iba, fuera invierno o verano, con la misma ropa, bueno, ropa lo que se dice ropa... prácticamente iba en paños menores. A saber: unos calzoncillos deportivos cortitos y una camiseta sucilla de las de tirantes, de las antiguas, la de estilo paupérrimo de los 50. Era muy delgado y calvo. Todo el día, siempre, sin excepción, hacía invariablemente dos cosas: hacer footing y charlar con los vecinos que se encontraba en su recorrido footinero. El mote se lo ganó por su manera de correr: tanto los brazos como las piernas no se movían hacia delante, como es lo normal, pues no. Se movían... ¡hacia los lados! Igual que un crustáceo. Por eso cuando le veías corriendo desde lejos, tenías la sensación de que en vez de correr, estaba trepando hacia arriba. Trepaba por las calles como una araña... una araña calva y aerodinámica.

Mientras corría (sólo le faltaba el dorsal, para asemejarse a un maratoniano que se había equivocado de trayecto) a sus hijos les hacían de todo, especialmente al mayor. Les puteaban y les pegaban (un día, yo mismo, casi me cargo al Comedor de Cal). Pues a lo que iba, que cierto día, El Araña, que como siempre iba corriendo, se encontró a su hijo Guti atado a un árbol. Los cabrones de sus supuestos amigos adolescentes le habían atado al tronco de un árbol esmirriado y ahí que lo habían abandonado a su suerte. Cuando el Araña vio a su hijo, atado desde hacía más de dos horas y lleno de hormigas, y empezó a desatarle, el pobre del Guti decía tan contento: ... "es que estábamos jugando al yuyu...".

Termino diciendo, que es curiosa la nominación doble del mote, cómo en muchos casos, aunque pueda ser hiriente y cruel, refleja un nombre propio mucho más real, certero y original que nuestro propio nombre, el que figura en el dni, el que un día nos adjudicaron sin que nos dieran a elegir. Y que no sé por qué, pero a mí el nombre que nos ponen se me antoja que tiene algo de matrícula o código de barras. O incluso me recuerda a la marca a fuego sobre la piel de las cuartas traseras de los vacunos. La marca de la bestia del dueño. Ganado somos. Pero los motes nos hacen más humanos y cercanos.


autor: josé martín molina


Estás viendo el blog personal del escritor y diseñador José Martín Molina (Pepeworks). Puedes saber más sobre sus creaciones en sus sitios web:
► web de escritor: www.josemartinmolina.com
► web de diseño: www.pepeworks.com . Se agradece la visita!
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