14 septiembre 2009




Acabo de hablar con Gus por teléfono. Todo bien. Es un milagro que estemos medio enteros después de la juerga de anoche. Nos atiborramos a copas y pedazos de noche color-carbón con la intensidad de ávidos lobos. Copa en mano, me detuve anoche, un instante, a observar al personal, las criaturas fauvistas de la noche.

Nos habíamos introducido en el Heaven, con la intención de ligarnos a alguna potente siniestra descarriada. Es evidente que en algunos tugurios más que en otros, la peña suele drogarse que da gusto. Supongo que hay mucho que olvidar. Por ejemplo un tal Celso. Un individuo que no paró de tambalearse durante toda la noche, me contaron que era la primera vez en su vida que se comía una pirula. La nueva experiencia le afectó considerablemente. Le dio por ponerse muy cariñoso, pero de una manera torpe, tosca, grandilocuente. Igualito que un cetáceo enloquecido con ganas de hacer amigos.

Te miraba con unos ojos como de tercera fase extraviada, ojos que giraban como un tiovivo que hubiese perdido los frenos y se abalanzaba sobre ti como un pulpo borracho a la deriva, de pronto te agarraba del cuello en plan amistoso y una vértebra te hacía ¡clac! Al instante, en un espasmo fortuito, se le volcaba el cuerpo hacia un lado y te arrastraba con él. Lo interesante es que por más que le observaba, no le vi desparramado por el suelo ni una sola vez.

Poseía un peculiar y milagroso equilibrio de bolla flotante en plena tormenta marina. Con los brazos extendidos, las manos atolondradas, perseguía todo lo que se pudiera parecer a una mujer. No, Celso, lo que abrazas como un poseso no tiene tetas, ni siquiera coño, todo lo contrario, es mi colega Gus. Pero a Celso le da igual, por lo menos es carne, es blandito si aprietas. Si le ofrecieran un enorme filete se abrazaría a él con el mismo frenesí. Le da un beso en la mejilla a Gus, luego tres palmadas amistosas en el hombro tan fuertes que podrían desplomar a un oso. Gus casi pierde el equilibrio con tanto énfasis fraternal.

Entonces Celso, en otro arranque espasmódico provocado por el colocón que lleva encima, está otra vez a punto de darse de morros contra el suelo, pero no se cae, porque pivota sobre Gus. Y Celso, medio disculpándose, expresa la siguiente obviedad: “llevo un pedo tremendo, tío”, acto seguido propina otras dos palmadas revientaespaldas y a buscar a Carolina a tientas, extendiendo las manos como un ciego que ha perdido el bastón.

En su difuso punto de mira tantea a la búsqueda de cualquier cosa que tenga bultos en el cuerpo. Le daría lo mismo toparse con un gran saco de patatas. A veces choca con un golpe seco contra una pared, pero nunca llega a caer. Creo que hubiera sido interesante ponerle la zancadilla en un momento dado, y estoy seguro de que no se hubiese caído ni aunque le partieses la espinilla. Debía tener los pies firmementes clavados al suelo. Desde luego otro milagro que el tío no se ennucara en cualquiera de las escaleras oscuras, serpenteantes y laberínticas del Heaven. Son escalones que me recuerdan a las antesalas del infierno, empinadas y oscuras como el suspiro de un muerto.

No sé que sería del tal Celso, porque acabaron todos por irse a casa de la tal Carolina. A besarse entre todos y quizá jalarse otras cuantas pirulas más, igual que si fueran cacahuetes.

Carolina me invitó a irme con ellos, pero pensé que no me apetecía mucho una orgía descerebrada, sobre todo porque apenas había tías en el grupo de alucinados y las que había eran más feas que una fregona sin escurrir, así que me excusé diciendo que mañana tenía que trabajar.

Me los imagino fácilmente a todos en bolas, tíos y tías, rascándose y aullando como monos, encendiendo fogatas sobre las alfombras y pintando primitivos ciervos en una pared de cal, quitándose piojos ficticios, y besándose entre todos como si compartieran un mini de cerveza. Con las pollas bajas como flanes y los agujeros secos. Las drogas. Los delirios químicos. Otras grandes ruedas de molino por las que el comportamiento humano encarna sus propios fantasmas y fantoches. Unos divinos paraísos artificiales de los que siempre se vuelve a una cruda realidad empapada con el plomo de la resaca incrustada en las sienes.

Gus y yo, entre que Celso rebotaba contra personas y paredes, nos encontrábamos haciendo las mieles ante un jugoso panel: Carolina.

Y Carolina, con su extraña belleza de niña inflada con un fuelle, nos contaba a Gus y a mí, que los hombres le daban miedo, que..., y hace una sacramental pausa reflexiva y al final se arranca y nos lo cuenta: la forzaron de pequeña.

Por desgracia, no es más explícita. No nos cuenta si fueron unos desalmados o quizá un pariente incestuoso, a lo mejor su padre, sin embargo la experiencia debió ensancharle sobremanera el papo, porque según nos dice: ahora como que la meten un rabo o un pepino dentro y no siente nada. Me pregunto cómo debe ser eso de ser mujer y tener una tranca dentro y que no te haga ni cosquillas. Debe ser algo parecido a cuando te hurgas la nariz con el dedo para extraer un par de mocos pegajosos.

Aún así, eso no hace que Carolina evite el abrirse de piernas y dejarse perforar. Ella es de una generosidad angelical y permite que el rabo o el pepino en cuestión entren en ella y sientan algo, con eso le basta a Carolina. Es generosa como un ramo de amapolas. Mientras la cabalgan se dice a sí misma: “pobrecitos, necesitan desahogarse”.

En seguida fantaseo con que bien podría tenderse en una cama, desnuda, la almeja brillando intensa como la abertura de un cofre repleto de joyas, y detrás un pelotón de hombres empalmados entrando en su cuerpo uno tras otro, corriéndose dentro, ella llena de semen y sin sentir absolutamente nada, pero con una sonrisa permanente en su rostro de colchón inflamado, feliz como una ostra satisfecha porque regala placer a los demás...

Esto de su singular frigidez nos lo contaba a Gus y a mí entre que intercambiaba morreos con los dos. Por ejemplo, le tocaba muy suave la cara a Gus, con caricias de amianto y se lo zampaba, le metía la lengua en la boca con sensualidad de pulpa de chirimoya, entretanto a mí me acariciaba la espalda con cierta tersura de algodón.

Luego yo decía, por decir algo: “a ver si vuelve la luz aquí” (ya que llevábamos un buen rato de apagón en el Heaven), entonces me mira la boca y me besa suave y precioso. Besa como si estuviese haciendo pompas de jabón con mis labios. Muy muy carnosa. Parecía una diosa que segrega uvas y las entrega a diestro y siniestro, sin esperar nada a cambio. Y nos repite que no siente nada.

Sin embargo, con una lesbiana de por aquí sí que siente. También se morrea con ella, claro, cómo no, Carolina se besa con todo lo que lleva pantalones, sea hembra, varón o hermafrodita. Se besaría hasta con un maniquí. Ella es todo un ángel. Si Blancanieves le diese un beso rudo y sensual a uno de los enanitos, sería exactamente así.

Muy cautiva y cautivadora, sin ser una gran belleza, con sus ojos hundidos, algo siemiesca pero en plan rubio, ella te atrapa como en una telaraña de seda. Ñam ñam slurp slurp. Incluso se besa también con el tambaleante Celso. Y al final se morrea con su ex-novio, que también rula por aquí.

Nuestro querido Yoseba, ya ebrio y descontrolado, también se ha aproximado a conocer a Carolina mientras Gus y yo intercambiábamos morreos con ella. Carolina inmediatamente ha hundido su boca en la boca de Yoseba. Mecky nos miraba a los tres en torno a Carolina con ojos desangelados de pajarito huérfano. En vez de acercarse a beber de la misma fuente de cálida saliva que nosotros tres, se quedó sentado y paralizado, anhelante, abandonado como un monicaco de feria.

Ay, Carolina, una criatura dadivosa, un alma endiabladamente generosa, una ventosa en el espacio muy apetecible y voluptuosa.

[...]

extracto perteneciente a la novela “Penetraciones” (© libro registrado en la sociedad general de autores)

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