Sobre la mesa (un escritorio) los libros apilados, pegando su lomo uno junto a otro, en un cadencia sorda, inamovible, de mucho tiempo así, unos libros pegados contra otros, sudándose, sin que una mano libere la presión de unos contra otros, sin que la mano libere al último libro del montón, soportando, sosteniendo el peso de los demás libros, casi fundidos en uno de tan juntos, en un apilamiento de nichos, desde hace tiempo, mucho tiempo. Libros condenados a endosar un enladrillado de tiempo escrutinado y perenne. Torre de libros, torre del incesto, torre del delirio estancado. Suceder de libros en una migraña de tiempo roído. Tras el sexo voraz de la apertura de páginas para ser ingerido y dialogado su contenido. Luego abandonado como la amante que ya terminó sus misterios y sorpresas. Los libros.
En mañana cruel de rayos bizcos de sol que llaman persianas e incendian contornos en una ciudad desmesurada, como todas las ciudades, empecinamiento alineado de vidas que salpican como la cola de una lagartija.
Y pienso en las tartamudas horas en que construimos, de manera figurada, posibles futuros, donde haya menos preocupaciones, menos ornatos de vida hacia la defunción enferma de irse muriendo, como una noche, como una seta, como un perro, como un paraguas.
La acción de este prurito comienza así, libros apilados sobre libros, lomos de libros pegando sus tapas, libros montañas de libros, hasta el techo, tapando la luz de la bombilla desnuda, construyendo un cielo literario de inefables prosas. Mientras, porque siempre es así, la música suena. Siempre hay sonido, la máscara del sonido, la cáscara dorada en que se mueven los arpegios de la vida. Siempre la música, y mientras haya música, nunca habrá muerte, si acaso sólo la muerte de las telarañas, que nada más sordo, nada más un alimentarse en la muerte de la espera, la telaraña, eso sí.
Bien, pero querréis leer algo, algo construido, algo que empiece y finalice y lleve u os lleve, corderitos de la mano, hacia ahí, hacia ese rincón que anheláis, a ese sitio, ahí, donde duele para que deje de doler. Vale, ¿y qué hago yo? Lo mismo. Pero no soy el que lee, soy el que escribe, dios y dueño, fantasma y reino, azúcar en polvo y la sangre, a borbotones, sobre el suelo, dejando un estampado, sin respiración, la mancha roja, ¿vino o sangre?, ¿red o filmación de instantes fortuitos?. Bien. Vale. Literatura alter ego, yo te abpolvo.
Empecemos de nuevo, los libros amontonados sobre un escritorio (¿decimonónico?, ¿mueble antigualla?, como queráis, lo que queráis, vuestra mente construye a través de las palabras en impulso incontrolable). Los libros, mezclando su sentido, un Tolstoi, un Carver, un Quijote, una insulsa Simone de Beauvoir, por ejemplo, que los libros los ponéis vosotros, así ha sido desde el principio, vosotros elegís, vosotros amontonáis, vuestro cielo azul elegido, por ejemplo o verbigracia, será ese, el cielo que hayáis pintado en los renglones partidistas de vuestra imaginación, vuestra sensibilidad, vuestro rencor.
Pero si queréis empezamos por mí. De dónde vengo a dónde voy. Para qué y por qué no. Nos dirigimos al foco de mis intereses, amplios y difusos, creyendo en el arma de las palabras, pero no sabiendo EXACTAMENTE su uso. Para qué? Para alguien? Quién lo leerá? Acaso importa? Digamos que al principio uno quiere llegar con la literatura, que le encumbren a uno, catalogación universal de genio de la escritura, valoración suprema, la hostia cómo escribe este tío. Ya. Al principio. Cada vez más, CADA VEZ MÁS, el lector no importa. Como no importa la respiración. Se respira, se caga, se tose, se izan banderas, banderas de tela y de carne, se muerde, se llora, se escribe. Se escribe, ¿para quién?, ¿para vos?, ¿para bien?, ¿para-ce-ta-mol?, ¿para alguien? Pues acabas descubriendo que no, que nada de nada, que sólo se escribe por una razón. Para SER y para MATAR el tiempo, o aún más, para que el tiempo no se muera tan rápido, o no se preciba su ineroxabilidad incontable, su parpadeo fugaz y disparatado, para PERVIVIR sin volvernos locos. Y si así vives, porque así revives, y alejando vanidades, ¿para qué buscar más en escribir, en el estoicismo sagrado de provocar y aligerar la fluctuación salvaje de las palabras en un delirio tenaz y violento de creación inconsciente?
Pero la frase es: escribo luego reviento. Me despedazo en palabras para la posterior ajena digestión o vómito, rincón de estantería o libro apilado, pegando lomo, tapa, junto al libro contiguo. Eso, escribo luego reviento, para serme serte siendo, severo, regio, inalcanzable, libro al fin, endose organizado, paginado de enladrilladas hasta el cielo palabras tras palabras, en cotinua contrucción-semi-destrucción. Palabras, vocablos, entes, humo que forma cúspides, catedrales, mentiras, colores, escaleras, terquedades de puerta, abismos, circunferencias, desalojos, engranajes, estampados, arañazos, sonrisas de medio labio o labio etrusco, o las caricias que duelen.
Porfiar, insistir, insixtir. Como si la vida consistiese sólo en eso, en acumular, insistir en la acumulación, la apilación de los libros de nuestra pequeña historia, nuestras mundanas pasiones o sueños o retrocesos o vaivenes o re-in-voluciones. Como destellos del reflejo cóncavo de nuestro rostro, mutando contra un destino o una mera probabilidad, tornándose cera, bastión, una mano agarrada al precipicio o sencillamente una canción, esta canción, estas cadencias que nunca te volverán sordo, porque naciste para olvidar, que es nacer para morir. Y con suerte saber morir, si es que REALMENTE se puede aprender a morir, ajá, como la trucha al trucho, así se muere amando, como inventando que amar desmiente la muerte, cuando amamos para olvidar (y engatusarnos autocomplacientes) que la familia no existe, nunca existió. Porque no cabemos entre tanta gente, tantas presencias cercanas que no son más reales que una montaña de espuma vislumbrada por un ave de ácido trino sórdido hace un par de milenios.
¿Nihilismo? Pues sí, quizá, a lo mejor. Pero un verdadero nihilista se suicidaría al instante, sobre todo si hablamos de nihilismo romántico, casos hubo y habrá, ¿pero si el nihilismo es sereno?, ¿Nihilismo servido en plato frío, problema matemático a resolver? O sea, nihilismo empírico; nihilismo científico como sencillo punto de partida: ¿y si no hay nada después, qué? ¿Qué? ¿Acaso, ocaso, qué? ¿Nihilismo esperanzado?, ¿No es esto un contra-sentido en contra del sentido de la lógica? Pero existen los números irracionales... Claro que sí, existen. Existe su ilógica, su terreno acotado donde definir los imposibles y las carencias de una explicación numérica del devenir. Existen, claro que existen. Y no sólo porque los hayamos inventado, sino porque no hay materia sin la ausencia sonámbula de la materia, el hueco sin su vacío de hueco lleno. Amén. Así soñamos con desmentirnos y borrar las arrugas que nos hicieron dudar, nos hicieron notar con leve aleteo de murciélago, que nos estaban engañando, tonteando, vendiendo una definitiva realidad de cartón-pluma, un paraíso de piernas muy cortas, un camelo para bobos, una simple noria de tiosvivos castrados y mono-recurrentes.
¡Pues claro que nihilismo!, hasta que alguien demuestre lo contrario. Y ahora me balanceo, más satisfecho, engordado de sopas de letras, neuronas hinchadas como pavos reales, me balanceo en el sillón que imagino, aquí, sentado, frente a una mesa de escritorio repleta de libros aquí y allá, fundiéndose y confundiéndose, apilados, amalgamados, enladrillados. Y sonrío. Soy esos libros. Soy su vertiente, su deseo de llover sobre una imaginación, su muda virgen esperando el falo de su torrente, palabra a palabra, seguidas una a una con el dedo de mi mente, sois mi habitación, el cerco de la muralla donde habito, el resguardo donde apaciguar la locura, trivializarla, amansarla, narcotizarla. Porque si no, si me aparto de esta mesa, lo haré, cometeré el crimen. Lo sé, lo haré.
En mañana cruel de rayos bizcos de sol que llaman persianas e incendian contornos en una ciudad desmesurada, como todas las ciudades, empecinamiento alineado de vidas que salpican como la cola de una lagartija.
Y pienso en las tartamudas horas en que construimos, de manera figurada, posibles futuros, donde haya menos preocupaciones, menos ornatos de vida hacia la defunción enferma de irse muriendo, como una noche, como una seta, como un perro, como un paraguas.
La acción de este prurito comienza así, libros apilados sobre libros, lomos de libros pegando sus tapas, libros montañas de libros, hasta el techo, tapando la luz de la bombilla desnuda, construyendo un cielo literario de inefables prosas. Mientras, porque siempre es así, la música suena. Siempre hay sonido, la máscara del sonido, la cáscara dorada en que se mueven los arpegios de la vida. Siempre la música, y mientras haya música, nunca habrá muerte, si acaso sólo la muerte de las telarañas, que nada más sordo, nada más un alimentarse en la muerte de la espera, la telaraña, eso sí.
Bien, pero querréis leer algo, algo construido, algo que empiece y finalice y lleve u os lleve, corderitos de la mano, hacia ahí, hacia ese rincón que anheláis, a ese sitio, ahí, donde duele para que deje de doler. Vale, ¿y qué hago yo? Lo mismo. Pero no soy el que lee, soy el que escribe, dios y dueño, fantasma y reino, azúcar en polvo y la sangre, a borbotones, sobre el suelo, dejando un estampado, sin respiración, la mancha roja, ¿vino o sangre?, ¿red o filmación de instantes fortuitos?. Bien. Vale. Literatura alter ego, yo te abpolvo.
Empecemos de nuevo, los libros amontonados sobre un escritorio (¿decimonónico?, ¿mueble antigualla?, como queráis, lo que queráis, vuestra mente construye a través de las palabras en impulso incontrolable). Los libros, mezclando su sentido, un Tolstoi, un Carver, un Quijote, una insulsa Simone de Beauvoir, por ejemplo, que los libros los ponéis vosotros, así ha sido desde el principio, vosotros elegís, vosotros amontonáis, vuestro cielo azul elegido, por ejemplo o verbigracia, será ese, el cielo que hayáis pintado en los renglones partidistas de vuestra imaginación, vuestra sensibilidad, vuestro rencor.
Pero si queréis empezamos por mí. De dónde vengo a dónde voy. Para qué y por qué no. Nos dirigimos al foco de mis intereses, amplios y difusos, creyendo en el arma de las palabras, pero no sabiendo EXACTAMENTE su uso. Para qué? Para alguien? Quién lo leerá? Acaso importa? Digamos que al principio uno quiere llegar con la literatura, que le encumbren a uno, catalogación universal de genio de la escritura, valoración suprema, la hostia cómo escribe este tío. Ya. Al principio. Cada vez más, CADA VEZ MÁS, el lector no importa. Como no importa la respiración. Se respira, se caga, se tose, se izan banderas, banderas de tela y de carne, se muerde, se llora, se escribe. Se escribe, ¿para quién?, ¿para vos?, ¿para bien?, ¿para-ce-ta-mol?, ¿para alguien? Pues acabas descubriendo que no, que nada de nada, que sólo se escribe por una razón. Para SER y para MATAR el tiempo, o aún más, para que el tiempo no se muera tan rápido, o no se preciba su ineroxabilidad incontable, su parpadeo fugaz y disparatado, para PERVIVIR sin volvernos locos. Y si así vives, porque así revives, y alejando vanidades, ¿para qué buscar más en escribir, en el estoicismo sagrado de provocar y aligerar la fluctuación salvaje de las palabras en un delirio tenaz y violento de creación inconsciente?
Pero la frase es: escribo luego reviento. Me despedazo en palabras para la posterior ajena digestión o vómito, rincón de estantería o libro apilado, pegando lomo, tapa, junto al libro contiguo. Eso, escribo luego reviento, para serme serte siendo, severo, regio, inalcanzable, libro al fin, endose organizado, paginado de enladrilladas hasta el cielo palabras tras palabras, en cotinua contrucción-semi-destrucción. Palabras, vocablos, entes, humo que forma cúspides, catedrales, mentiras, colores, escaleras, terquedades de puerta, abismos, circunferencias, desalojos, engranajes, estampados, arañazos, sonrisas de medio labio o labio etrusco, o las caricias que duelen.
Porfiar, insistir, insixtir. Como si la vida consistiese sólo en eso, en acumular, insistir en la acumulación, la apilación de los libros de nuestra pequeña historia, nuestras mundanas pasiones o sueños o retrocesos o vaivenes o re-in-voluciones. Como destellos del reflejo cóncavo de nuestro rostro, mutando contra un destino o una mera probabilidad, tornándose cera, bastión, una mano agarrada al precipicio o sencillamente una canción, esta canción, estas cadencias que nunca te volverán sordo, porque naciste para olvidar, que es nacer para morir. Y con suerte saber morir, si es que REALMENTE se puede aprender a morir, ajá, como la trucha al trucho, así se muere amando, como inventando que amar desmiente la muerte, cuando amamos para olvidar (y engatusarnos autocomplacientes) que la familia no existe, nunca existió. Porque no cabemos entre tanta gente, tantas presencias cercanas que no son más reales que una montaña de espuma vislumbrada por un ave de ácido trino sórdido hace un par de milenios.
¿Nihilismo? Pues sí, quizá, a lo mejor. Pero un verdadero nihilista se suicidaría al instante, sobre todo si hablamos de nihilismo romántico, casos hubo y habrá, ¿pero si el nihilismo es sereno?, ¿Nihilismo servido en plato frío, problema matemático a resolver? O sea, nihilismo empírico; nihilismo científico como sencillo punto de partida: ¿y si no hay nada después, qué? ¿Qué? ¿Acaso, ocaso, qué? ¿Nihilismo esperanzado?, ¿No es esto un contra-sentido en contra del sentido de la lógica? Pero existen los números irracionales... Claro que sí, existen. Existe su ilógica, su terreno acotado donde definir los imposibles y las carencias de una explicación numérica del devenir. Existen, claro que existen. Y no sólo porque los hayamos inventado, sino porque no hay materia sin la ausencia sonámbula de la materia, el hueco sin su vacío de hueco lleno. Amén. Así soñamos con desmentirnos y borrar las arrugas que nos hicieron dudar, nos hicieron notar con leve aleteo de murciélago, que nos estaban engañando, tonteando, vendiendo una definitiva realidad de cartón-pluma, un paraíso de piernas muy cortas, un camelo para bobos, una simple noria de tiosvivos castrados y mono-recurrentes.
¡Pues claro que nihilismo!, hasta que alguien demuestre lo contrario. Y ahora me balanceo, más satisfecho, engordado de sopas de letras, neuronas hinchadas como pavos reales, me balanceo en el sillón que imagino, aquí, sentado, frente a una mesa de escritorio repleta de libros aquí y allá, fundiéndose y confundiéndose, apilados, amalgamados, enladrillados. Y sonrío. Soy esos libros. Soy su vertiente, su deseo de llover sobre una imaginación, su muda virgen esperando el falo de su torrente, palabra a palabra, seguidas una a una con el dedo de mi mente, sois mi habitación, el cerco de la muralla donde habito, el resguardo donde apaciguar la locura, trivializarla, amansarla, narcotizarla. Porque si no, si me aparto de esta mesa, lo haré, cometeré el crimen. Lo sé, lo haré.
autor: pepeworks / josé martín molina
ver más sobre la novela Mermodindat
publicado previamente en Un laboratorio indecente