Camino por la noche por la calles de Madrid, se supone que hacia mi casa. Aunque no venía en ningún autobús, es como si me hubiese equivocado de parada, apeándome antes y ahora me tocase recorrer varias calles hasta llegar a mi meta. Atravieso el edificio de franjas metálicas de
Ábalos y Herreros, con lo cual sí, ya me queda poco, unas cuantas calles. Debe ser sábado por la noche, porque hay gente de juerga por todas partes. Bares y locales, viéndose como escaparates, con varios niñatos emborrachándose, hay tráfico abundante y despejado de
sábado noche, un poco la ley de la selva. Ya casi he llegado, al doblar la esquina reconozco hotel, ahí veo la plaza. ya llego. En un pasadizo, como una bocacalle, soportal con negocios, hablo con una mujer y luego se suma otra, ambas son mujeres bien, maduras y medio pijas. Hablan, yo las secundo, de lo mal que está la juventud, lo descarriados que están. Aparece
Jaime Moreno, al lado de un respiradero de la parte baja de un hotel (es como si estuviéramos por la zona de Argüelles). Jaime viene a demostrarnos que hay cosas interesantes, cosas nuevas que se hacen ahora, por ejemplo, por indicaciones de Jaime, me apunto en una hoja un grupo de música reciente, interesantísimo, experimental, que justo acabamos de oír un tema entero y me ha encantado, buenísimo. Tomo nota.
Decido por fin volver a casa, la noche ya ha dado suficiente de sí. (¿Pero no iba a casa ya antes?). El caso es que mi lugar de destino ha cambiado completamente, volver a casa (cuando se supone que estaba llegando) quiere decir ahora un largo recorrido de vuelta, hasta llegar a
Príncipe Pío y ahí coger un autobús que me lleve a
Alcorcón. (Re)emprendo el regreso andando. Se me hará de día cuando voy llegando a las inmediaciones de Príncipe Pío. Veo a
Mirtha Martín en la calle, ella parece no verme. Está hablando con otra, de espaldas a mí. Cuando la saludo reacciona como si yo ya llevase un buen rato ahí, a su lado. Entramos en su tienda, un habitáculo lleno de artículos de cristal.
Llego por fin a la parada en Príncipe Pío de las
Blasas que nos llevan a Alcorcón, Móstoles, etcétera. Hay una cola larguísima de gente esperando, un centenar de personas, una cola que da la vuelta a la esquina. Joder. Pienso en irme andando hasta Alcorcón, pero claro, es una locura. Resulta que aún no hay autobuses. Son las 6 de la mañana y los autobuses no empiezan a aparecer hasta las 8. Me cabrea esto, pero jodé ¡si ya es de día!, ¿cómo es que aún no hay buses?. Toca esperar, hacer tiempo, un taxi saldría carísimo, ir en metro: demasiados transbordos. Entonces llega un autobús. La gente subiendo, en un periquete no hay cola, se han metido todos en el
autobús de la Blasa (de Blas y Cía, S. L.), en un santiamén. Miro en la parte delantera del bus, para ver el cartelito que indica el destino, mierda, va a Móstoles... Le pregunto al conductor que cuando llegan los buses que van a los Habitats... No me hace ni caso. Me giro y ya hay una buena cola otra vez. Me pongo el primero y me acusan de haberme colado. ¿Otra vez a ponerme al final? De repente recuerdo que los autobuses que iban a Alcorcón los habían cambiado de sitio y ahora salían de debajo de la Estación de Príncipe Pío... Así que voy a la Estación, a buscar mi parada.
Me junto con
Valentín, mi amigo y vecino, y juntos buscamos nuestra parada por los sótanos de la Antigua Estación de Príncipe Pío y también por los vericuetos del metro. Debajo nos encotramos con un
panorama rural, cobertizos, pequeñas granjas, creo que hasta vacas. Nos internamos en una especie de fábrica rural con trabajadores, que nos toman el pelo diciéndonos que la parada de buses está detrás de aquella puerta y al atravesar la puerta nos encontramos con un pequeño y cuadrado patio granjero. Seguimos buscando, por aquí, por allá, nada, que no hay manera.
Parece que hemos desistido de la búsqueda y quizá nos tomemos algo Valentín y yo en un bareto. Luego, en medio de la plaza, junto con otros 4 ó 5 amigos, entre los que se encuentra
David Pastor, con su asombro natural, montamos un espectacúlo, cantando todos, en plan sentada hippy. El caso es que al terminar la canción y el show tenemos un éxito rotundo. Todo el mundo (estamos rodeados de cientos de espectadores por todas partes) nos aplaude, nos vitorea, nos aclama.
Valentín, que es de quien ha partido la idea original de nuestra actuación, se pone a escalar por un tubo de desagüe que hay en la pared de un edificio de tres o cuatro pisos. Su intención es subirse a la azotea (donde hay más espectadores) para recibir desde la altura todos los honores, y quizá soltar una arenga a nuestro inmenso público. Pero sucede algo curioso, cuando Valentín ha escalado ya la mitad del tramo, un golpe de viento, le arranca
el peluquín. Valentín está completamente calvo, debido a la edad ya cuarentona. Yo me quedo sorprendidísimo, jamás me hubiese imaginado la calvicie total de mi amigo. Valentín, abochornado y muerto de vergüenza, descubierta ahora su cabeza pelona, baja corriendo, para esconderse de las miradas clavadas en su calva lironda. Ahora me observo yo en un cristal y a mí también se me ha caído pelo, bastante, pero aún me queda mucho.