Sueño (138) publicado en Un laboratorio indecente el 22/07/2012
(138) El desierto inviolable y las piedras de colores
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(138) El desierto inviolable y las piedras de colores
Todo un sueño de aventuras, pero que por las artes del olvido muchos detalles y circunstancias se han evaporado. Lo primero que logro rescatar es que nos hallamos en una ciudad extranjera, más bien exótica, y que nos disponemos a hacer un viaje en coche. Digo "nosotros" aunque en realidad tanto aquí como en el resto de la acción yo seré más testigo que protagonista, produciéndose sólo muy de vez en cuando la identificación con alguno de los personajes. El viaje que hay que hacer es algo clandestino, no sé por qué. Se hará de noche. Estamos al lado de una casa que parece un bungalow. Metemos bolsas y extraños equipajes en todos los huecos libres del automóvil negro, que es un vehículo bastante singular e indescriptible. Mas a uno de los nuestros le ocurre un percance, quizá que se deja una bolsa abierta, pero no lo sé con seguridad. La consecuencia inmediata es que de pronto todo lo que tenemos que llevar se convierte en objetos inservibles, podridos. Tenemos que deshacernos de todo, tirarlo a la basura. Y el coche tampoco podrá llevarnos.
Así que no quedará otra vía que atravesar a pie un desierto. A plena luz del día ese desierto que recorremos es esplendoroso, una paisaje mágico y conmovedor. Un regalo para la vista comprobar su infinita extensión, las dunas de áureas tonalidades, los colores fuertes pero suaves, sin que sorprendentemente haga nada de calor, sino una temperatura idónea.
(Por asociación acabo de recordar que puede que en este sueño, mas seguramente en otro, veíamos Eva y yo -quizá desde una ventana o en el espacio abierto recortado por edificios- el cielo y sus juegos de nubes, donde las nubes cambiaban constantemente de formas, apelmazándose y deshilachándose de pronto, creando multitud de figuras, tapando casi el cielo en muchos instantes, y con asombro descubríamos que había nubes que se deslizaban a mucha mayor velocidad que el resto).
Volviendo al desierto, muchísimos grupos por todas partes, algunos perdiéndose en lontananza, se esparcían por toda la luminosa extensión. Todos caminando y todos en la misma dirección. Yo -esta es una de las escasas partes en que soy protagonista- me entretengo recogiendo piedrecitas maravillosas, de colores hermosamente impactantes, de perfectas redondeces lisas, y voy introduciéndolas en una bolsita que llevo conmigo. Parece que las recolecto a mansalva con la intención de regalárselas a mi hijo. Hay numerosos montoncitos de piedrecitas de éstas. Casi cada dos pasos te tropiezas con uno, con lo que temo que no me van a caber en la bolsita. A la memoria me viene que traía conmigo otra bolsa que me figuro más grande de tamaño y que proviene del capítulo anterior del coche. La extraigo del bolsillo y no, es también una bolsa pequeña. Tendré que ser pues más selectivo con las piedrecitas.
Unos pasos más allá, veo que mi hermana está imitándome, va rastreando el suelo en busca de estos abundantes y fabulosos guijarros. A continuación mi hermana deja de ser mi hermana y yo vuelvo al plano de presencia indefinida dentro de nuestro grupo de 5 ó 6 personas, y sucede algo que rompe el espejismo de esta paradisíaca peregrinación. Uno de los nuestros delata a viva voz a la chica que está recogiendo las piedrecitas. Se trata de su hermano y pertenece a la raza negra según recuerdo. (Ambos, hermano y hermana -que como ya he dicho ya no somos mi hermana y yo-, pertenecen al grupo principal de protagonistas). No lo sabíamos pero es ilícito llevarse estas fabulosas piedritas. La consecución de la denuncia es inmediata: todos los presentes en el inmenso paraje somos conducidos ipso facto a una sala de juicios primitiva donde gobierna la tribu de raza negra dueña de estos contornos de fábula.
Esa gran sala de juicios, atestada de gente y de testigos, es en realidad la sala pública y alargada de un complejo de mazmorras excavado en la roca de una montaña. Los carceleros negros visten de manera absolutamente primitiva, con abalorios arcaicos y todo. En la pared del centro, a media altura, cuelga una estructura de hierros con forma antropomórfica, donde se encierran los cuerpos de los culpables y los ajusticiados. Es el destino de la guapa chica que ha violado la quietud de las piedrecitas de colores. No deja de sorprender pasmosamente a todo el mundo que haya sido su propio hermano el que la haya puesto en esta terrible situación. Y más estupor causa aún el que el hermano no se retracte. Sin embargo obrará, de nuevo ante el asombro general, de generosa manera y se ofrecerá a ser él el que pague por las culpas de su hermosa hermana.
Se le izará y encajará entre los hierros que a modo de prisión se cerrarán ajustadamente en torno a su cuerpo. Después se supone que esos herrajes funcionan como placas abrasadoras que queman la piel dejando unas marcas calcinadas tremendas y muy dolorosas. Y digo se supone porque hay un mecanismo desconcertante. En realidad el supuesto torturado no recibe ningún daño, pero su tortura tiene dos consecuencias. La primera es que su dolor y sus quemaduras las reciben otros, concretamente los presos de las celdas de abajo. Por un momento veremos a esos pobres diablos encadenados y chamuscados en calabozos fríos, húmedos, patibularios, en un ambiente general muy medieval, tétrico y sobrecogedor.
La segunda consecuencia es que la pantomima de la tortura de la sala principal libera mecanismos ocultos que crean la ilusión de que los presidiarios de abajo pueden escapar fácilmente. Ahora vemos cómo tres de los nuestros encerrados en los sótanos descubren que un trozo redondo de pared se ha deslizado y por ahí tienen la posibilidad de escabullirse hacia el resplandeciente exterior. Pero es una trampa y aunque lo saben o lo intuyen claramente la desesperación le ciega a uno de ellos y no logra evitar caer en dicha trampa que le supone una situación más penosa aún.
Sin embargo, ya que todo obedece a trucos y artilugios y sortilegios, se termina por desvelar cuál es la fórmula para salir de este oscuro y terrorífico confinamiento. Se trata de introducirse y soltar una especie de gas de color, creo que azul, que reduce la resistencia de los carceleros, dejándoles noqueados. De esta manera uno del grupo que huyó vuelve a entrar, arriesgándose a no poder volver a salir, y comienza a librar, mediante el gas, a todos los presentes. La sala principal del recinto ha cambiado un poco hacia un aspecto más contemporáneo, ahora las paredes son de cristal y el techo tiene menos altura.
Al final todo el gran número de recluidos ha logrado salir del perímetro de la fortaleza. Nuestro grupo completo de seis personajes, cuatro chicos y dos chicas, todavía aturdidos, reposamos a las puertas de los altos e infranqueables muros. Queda deshacer el último maleficio. Percibimos que cada uno lleva una prenda de un color de la que hay que desprenderse, ya que nos fue impuesta por los miembros tribales de las mazmorras y tiene la facultad de mantenernos como poseídos, con la voluntad anulada. Una vez fuera la tela recuperamos nuestro ser. La última prenda que quitamos es una suerte de túnica negra que lleva una de las chicas.
Así que no quedará otra vía que atravesar a pie un desierto. A plena luz del día ese desierto que recorremos es esplendoroso, una paisaje mágico y conmovedor. Un regalo para la vista comprobar su infinita extensión, las dunas de áureas tonalidades, los colores fuertes pero suaves, sin que sorprendentemente haga nada de calor, sino una temperatura idónea.
(Por asociación acabo de recordar que puede que en este sueño, mas seguramente en otro, veíamos Eva y yo -quizá desde una ventana o en el espacio abierto recortado por edificios- el cielo y sus juegos de nubes, donde las nubes cambiaban constantemente de formas, apelmazándose y deshilachándose de pronto, creando multitud de figuras, tapando casi el cielo en muchos instantes, y con asombro descubríamos que había nubes que se deslizaban a mucha mayor velocidad que el resto).
Volviendo al desierto, muchísimos grupos por todas partes, algunos perdiéndose en lontananza, se esparcían por toda la luminosa extensión. Todos caminando y todos en la misma dirección. Yo -esta es una de las escasas partes en que soy protagonista- me entretengo recogiendo piedrecitas maravillosas, de colores hermosamente impactantes, de perfectas redondeces lisas, y voy introduciéndolas en una bolsita que llevo conmigo. Parece que las recolecto a mansalva con la intención de regalárselas a mi hijo. Hay numerosos montoncitos de piedrecitas de éstas. Casi cada dos pasos te tropiezas con uno, con lo que temo que no me van a caber en la bolsita. A la memoria me viene que traía conmigo otra bolsa que me figuro más grande de tamaño y que proviene del capítulo anterior del coche. La extraigo del bolsillo y no, es también una bolsa pequeña. Tendré que ser pues más selectivo con las piedrecitas.
Unos pasos más allá, veo que mi hermana está imitándome, va rastreando el suelo en busca de estos abundantes y fabulosos guijarros. A continuación mi hermana deja de ser mi hermana y yo vuelvo al plano de presencia indefinida dentro de nuestro grupo de 5 ó 6 personas, y sucede algo que rompe el espejismo de esta paradisíaca peregrinación. Uno de los nuestros delata a viva voz a la chica que está recogiendo las piedrecitas. Se trata de su hermano y pertenece a la raza negra según recuerdo. (Ambos, hermano y hermana -que como ya he dicho ya no somos mi hermana y yo-, pertenecen al grupo principal de protagonistas). No lo sabíamos pero es ilícito llevarse estas fabulosas piedritas. La consecución de la denuncia es inmediata: todos los presentes en el inmenso paraje somos conducidos ipso facto a una sala de juicios primitiva donde gobierna la tribu de raza negra dueña de estos contornos de fábula.
Esa gran sala de juicios, atestada de gente y de testigos, es en realidad la sala pública y alargada de un complejo de mazmorras excavado en la roca de una montaña. Los carceleros negros visten de manera absolutamente primitiva, con abalorios arcaicos y todo. En la pared del centro, a media altura, cuelga una estructura de hierros con forma antropomórfica, donde se encierran los cuerpos de los culpables y los ajusticiados. Es el destino de la guapa chica que ha violado la quietud de las piedrecitas de colores. No deja de sorprender pasmosamente a todo el mundo que haya sido su propio hermano el que la haya puesto en esta terrible situación. Y más estupor causa aún el que el hermano no se retracte. Sin embargo obrará, de nuevo ante el asombro general, de generosa manera y se ofrecerá a ser él el que pague por las culpas de su hermosa hermana.
Se le izará y encajará entre los hierros que a modo de prisión se cerrarán ajustadamente en torno a su cuerpo. Después se supone que esos herrajes funcionan como placas abrasadoras que queman la piel dejando unas marcas calcinadas tremendas y muy dolorosas. Y digo se supone porque hay un mecanismo desconcertante. En realidad el supuesto torturado no recibe ningún daño, pero su tortura tiene dos consecuencias. La primera es que su dolor y sus quemaduras las reciben otros, concretamente los presos de las celdas de abajo. Por un momento veremos a esos pobres diablos encadenados y chamuscados en calabozos fríos, húmedos, patibularios, en un ambiente general muy medieval, tétrico y sobrecogedor.
La segunda consecuencia es que la pantomima de la tortura de la sala principal libera mecanismos ocultos que crean la ilusión de que los presidiarios de abajo pueden escapar fácilmente. Ahora vemos cómo tres de los nuestros encerrados en los sótanos descubren que un trozo redondo de pared se ha deslizado y por ahí tienen la posibilidad de escabullirse hacia el resplandeciente exterior. Pero es una trampa y aunque lo saben o lo intuyen claramente la desesperación le ciega a uno de ellos y no logra evitar caer en dicha trampa que le supone una situación más penosa aún.
Sin embargo, ya que todo obedece a trucos y artilugios y sortilegios, se termina por desvelar cuál es la fórmula para salir de este oscuro y terrorífico confinamiento. Se trata de introducirse y soltar una especie de gas de color, creo que azul, que reduce la resistencia de los carceleros, dejándoles noqueados. De esta manera uno del grupo que huyó vuelve a entrar, arriesgándose a no poder volver a salir, y comienza a librar, mediante el gas, a todos los presentes. La sala principal del recinto ha cambiado un poco hacia un aspecto más contemporáneo, ahora las paredes son de cristal y el techo tiene menos altura.
Al final todo el gran número de recluidos ha logrado salir del perímetro de la fortaleza. Nuestro grupo completo de seis personajes, cuatro chicos y dos chicas, todavía aturdidos, reposamos a las puertas de los altos e infranqueables muros. Queda deshacer el último maleficio. Percibimos que cada uno lleva una prenda de un color de la que hay que desprenderse, ya que nos fue impuesta por los miembros tribales de las mazmorras y tiene la facultad de mantenernos como poseídos, con la voluntad anulada. Una vez fuera la tela recuperamos nuestro ser. La última prenda que quitamos es una suerte de túnica negra que lleva una de las chicas.
Narración perteneciente al libro de relatos "Sueños" (Tomo I) del escritor José Martín Molina. Ahora disponible tanto en formato libro como en formato eBook.
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