Sueño (207) perteneciente a la saga Sueños (Tomo II) de José Martín Molina
(207) Explosión en el armario y boda a la andaluza

En casa, como invitado, tengo desde hace unos días al director de casting Andrés Cuenca. En el sueño, una vez más, nuestra morada es el antiguo piso de los Hábitats en Alcorcón. Suena el telefonillo. Es una clienta mía, que sin previa cita se ha presentado inopinadamente para que le realice una ampliación de su videobook. (Vaya hombre, me obligan a trabajar en festivo, mascullo). Antes de que suba le pregunto si me trae mucho material nuevo. Dice que sólo una cosa. Y sube.
Nos colocamos en el salón para visionar sus vídeos. Al final en vez de un Dvd me ha traído cuatro, con cuatro distintas secuencias. Es una chica muy jovencita, muy habladora y pizpireta, con esa timidez histérica propia de adolescencias femeninas. Andrés Cuenca, aunque está disfrutando de sus vacaciones, se sentará en una típica silla negra de director a nuestro lado, encantado siempre de ver nuevos vídeos de actores. Se mantendrá al margen, sin comentar nada, atento y afable y apacible, como es su costumbre. La muchacha explica, de pie, tapando el televisor, cada escena antes de que la proyectemos; después se sienta a mi vera en el sofá. Su incontenible emoción y excitada dicharachería la llevan a colgarse de mis brazos, sentarse sobre mis rodillas, emitir grititos, agarrarse a mi cuello entre cariñosa y pudorosa, mientras los dos presenciamos sus imágenes desde el sofá enfrentado con la televisión. No parece conocer en absoluto a Andrés, uno de los directores de casting más importantes en el panorama nacional.
Las grabaciones de la chiquilla son muy distintas y variopintas, con poco fundamento, pero pueden ser válidas para mejorar el videobook, salvo la última, que es una película en dibujos animados donde ella encarna a una de las bailarinas que danzan bajando por una escalera. Se lo hago notar. Que por mucho que ella sea ese personaje de cómic, podría no serlo. No nos vale. Ella discute mi punto de vista y le pregunta a Andrés su opinión buscando apoyo (o sea, que sí que le conoce). El interpelado se muestra neutral: ni me desdice a mí, ni le da la razón a ella; sin embargo habla de mis virtudes como montador y de cómo mis trabajos son tan conocidos y apreciados en el sector por facilitarles muchísimo su labor profesional en el medio audiovisual. Es su manera experta y sutil de sugerirle a la moza que me haga caso. Por último dedicamos una última ojeada al anterior videobook que hicimos -algo endeble-, por ver si quitamos algo o si redistribuimos el orden de las tomas.
Y, oh no, horror, otro actor joven se ha presentado de improviso para que revisemos también su videobook. Qué acoso. No me permiten vivir tranquilo. No tardando mucho el hogar se ha llenado de gente. Algunos son amigos como Juanjo San José o Jorge Riquelme, mas la mayoría son extraños para mí, tratándose presumiblemente de colegas de colegas de mis colegas. A través del ventanal que da a la terraza se filtran ya las oscuridades de la noche. A Andrés le presento a Juanjo, que según reaccionan tan discretamente deduzco que deben de haber coincidido ya en alguna ocasión. Y también le presento a mi madre, que acaba de asomarse.
Cada vez el tropel de invitados invasores es mayor, estorbando pasillos y salas. No sé cómo se ha producido esta riada de fortuitos visitantes. Veo cómo a toda mecha de ocho a doce misteriosos convidados, quizá pertenecientes a una banda, uno tras otro se introducen en el armario de mi angosta habitación. Tras sí cierran la puerta del armario (un enigma el que hayan cabido en tan reducido espacio) y en unos escasos segundos se produce una tremenda explosión en el interior del ropero, que arranca las puertas de cuajo y causa verdaderos estragos en mi habitáculo. La cama, que estaba fijada en la pared en plan litera, hecha pedazos sobre el suelo; cantidad de libros desparramados por doquier; en el ala lateral opuesta (la habitación tiene forma de "ele") muchos de mis objetos hechos trizas; un desorden bíblico de papeles y ropas. En esencia nada importante se ha roto, permaneciendo muchas de mis pertenencias intactas, al igual que los atentadores, que inexplicablemente no presentan ni un sólo rasguño. Mi indignación con la gamberrada es mayúscula, furibundo comienzo a exhortarles y a darles empujones violentos. Me asisten unas ganas tremendas de emprenderla a golpes furiosos e desbocados con ellos, pero al ser tantos (y de gran estatura) me controlo temiendo que se defiendan. Colérico, incontenible, con la lentitud indeseada que producen los bloqueos en los pasillos de tantísimos concurrentes, consigo echar por la puerta de la calle a estos desaprensivos cabronazos irracionales.
Después descubro que han hecho la misma felonía en el armario de la habitación de mi madre, ¡menudos hijos de puta! Todo el cuarto destrozado como si hubiese pasado un huracán. Pero descubro, al poco, que no han sido ellos los que han provocado los estallidos. Mi madre y una amiga suya me personan a su maestro, un tipo orondo, con barba blanca espesa e intensa, de carácter a la vez reposado y vivaz, que es un auténtico gurú de las ciencias ocultas. Pues es este estrafalario individuo, tal y como me explica, el que ha producido las detonaciones en sendos armarios, para darles un escarmiento a aquellos desaforados y amorales jóvenes. En fin -medito más sosegado-, ya no tiene arreglo el estropicio.
Y cambiamos de escenario. En una estación con suelos de pulido mármol espero a Eva. Nos hemos vuelto a casar. Esta vez el casamiento ha sido oficial, lleno de pompa y boato, no como en la primera ocasión que realizamos el enlace con sólo dos amigos como testigos. Antes de que reaparezca Eva, toda su extensa familia andaluza, desde su madre y hermana, hasta primos, tías abuelas, parientes lejanos, etcétera, asoman por el extremo. Se sientan a unas mesas, a las que me incorporo. Sacan suculentas viandas, como enormes ostras y otras exquisiteces. Mas sólo han traído para ellos, sin pensar en los miembros de mi parentela. Hay mucho ajetreo y vaivenes.
Tendré contacto con seres singulares, como es el caso de dos primos hermanos, ambos trajeados de negro, uno muy alto y delgado y otro enano y taimado. Junto a ellos, en los aseos o en sus proximidades, tienen lugar rocambolescas situaciones. Uno se hace el muerto y tumbado dará en el aire golpes repentinos de karate con las piernas cuando me acerco. Habrá una reyerta entre los dos, en la que hay posible movimiento de cuchillos, con la consecuencia de que el de gran envergadura es asesinado por el hombre-tapón. El alargado cadáver se extiende en el piso, envuelto en un ingente charco de sangre. Como si nada extraordinario hubiese ocurrido se queda ahí el fiambre y nos trasladamos al comedor, tanto el retaco, como yo, como unos ocasionales testigos del crimen.
Abundan más anécdotas relacionadas con el bodorrio, que masivamente han sido obviadas por mi mente al despertar. Vagamente recuerdo la ansiada aparición de Eva vestida de blanco y la tremenda solicitud de sus allegados que nos impiden estar un momento solos, copándola completamente, tal que si yo no existiera. Más adelante, caminamos Eva y yo por la calle, de noche, rumbo a nuestra vivienda, alejándonos silenciosos de la turbamulta oficial de nuestras segundas nupcias.